“La noche después del juego en Birmingham, en Alabama, en Doble A, me llamaron a la oficina y el mánager Tony Franklin me dice, ‘te vas para Grandes Ligas’. Yo le dije, ‘mentira, para qué vas a decirme eso’. ‘En serio, claro que sí’, respondió. Ahí entró el coach de pitcheo, Rick Peterson, me da un abrazo y lo veo con ojos llorosos. Ahí dije, ‘esto es verdad’.
Ahí el corazón me empezó a palpitar mucho más rápido. Lo primero que hice fue llamar a Daihanna, llamar a mis padres, y después que hablé con ellos empezó a pasar por mi mente: 'ojalá no pase lo mismo que me pasó la vez anterior con Texas. Esta es otra oportunidad que me dan en las Grandes Ligas y espero no desaprovecharla.
Recuerdo que varias cositas se quedaron donde estaba viviendo en Doble A, porque eso fue de un día para otro que tuve que empacar e irme. Era tanto el nerviosismo que tenía que hasta mis cosas de jugar las dejé en el hotel, mis zapatos de jugar, el guante. Cuando llego al estadio, que viene el del clubhouse, el ‘clubbie’, me dice, ¿dónde están tus cosas de jugar? ‘Dios mío, las dejé en el hotel’.
Enviaron a uno de los muchachos que trabajaba en el clubhouse. Llamé a Daihanna al hotel y le dije que iba a ir un muchacho a buscar el bolso y me dijo, ‘es verdad, aquí está el bolso, y no hallaba a dónde llamarte para llevártelo’.
Recuerdo que el mismo Oswaldo Guillén se dio cuenta de eso y él llegó a hablarme, a echar chistes y esas cosas, a distraerme un poco para tratar de tranquilizarme, porque él notó que yo estaba nervioso. Habló mucho conmigo, echó muchos chistes y las cosas se calmaron un poco hasta que yo vi al muchacho que llegó. Ahí después fue que el nerviosismo me atacó otra vez.
El muchacho llegó y faltando 15 minutos para empezar el juego yo salí corriendo al bullpen y cargaba hasta la correa en la mano. Ni me dio tiempo de calentarme bien, de estirarme, y ya saben todo lo que pasó. Era más que todo el nerviosismo que yo tenía. ‘Dios mío, aquí hay presión’.
También el equipo estaba a dos juegos o a un juego de Minnesota, que creo que era el que estaba en el primer lugar, y eso le ponía un poquito más de presión a uno. También estaba en mi mente lo de mi hijo, que murió (ese mismo día un año antes). Eran muchas cosas que tenía en la cabeza.
El primer bateador fue la clave. Después que ponché al primer bateador (Mike Deveraux) fue que dije, ‘Ok, ya. Yo sé que puedo pitchear en las Grandes Ligas. Ya saqué un out. Ahora a seguir haciendo lo que estoy haciendo, y a seguir pitcheando’. Me calmé un poco más después del primer ponche, y más todavía cuando ponché a Cal Ripken en el primer turno. Ya en ese momento él era el candidato a ser el Más Valioso de la Liga (Americana).
Antes que llegaran mis cosas de jugar, el coach de pitcheo (Sammy Ellis) habló con el catcher (Ron Karkovice), nos sentamos los dos y me dijo, ‘Cal Ripken es el más peligroso de todos, no te dejes ganar de ese. Si le das base por bolas, no importa, pero no te dejes dar el batazo’. De él fue de quien más me cuidé de todos.
El mánage (Jeff Torborg) me habló poco, porque estaba concentrado en el juego, pero sí me dio la bienvenida. Me dijo, ‘tranquilo, pitchea tu juego y sigue los consejos del catcher’. Eso fue todo lo que hice.
Uno trataba de cuidarse de esos bateadores peligrosos, como Dwight Evans, el mismo Chris Hoiles, pero no estaba pensando en ser perfecto, sino en hacerle caso a él (Karkovice). Y eran tanto los nervios, la concentración, que como todo el mundo sabe, yo ni siquiera me había dado cuenta que estaba lanzando no hit no run hasta que Lance Johnson se lanzó para capturar esa pelota (en el octavo inning).
(Hoiles) le dio a la bola y yo sabía que le había dado bien. Yo lo que pensé fue en ir a cubrir las bases, porque el batazo fue bien conectado. Ahí uno empieza a pensar en los fundamentos de juego. Mi intención fue dar unos pasos hacia la tercera base para ir a cubrir por esos lados por si llegaba a ser un triple. Cuando veo que él se tira, la coge y se levanta, mi reacción fue apretar el puño, como diciendo, ‘bien’.
Cuando levanta el guante, hacia esa misma dirección estaba la pizarra. Ahí fue que miro la pizarra y veo, ‘Dios mío, pero si a mí no me han dado hits’. No te sé decir si fue nervios, fue presión, si fue la misma situación de juego, adrenalina, emoción… Creo que fue una combinación de todo junto lo que sentí en ese momento.
No me habían dado hits y empecé a hablarme yo mismo. ‘Calmáte y tratá de seguir haciendo lo que estás haciendo. Dejáte llevar del catcher y todo lo que pida él lo vas a tirar’. Traté más bien de no pensar en eso (el no hitter), sino en seguir haciendo el trabajo.
(Con dos outs en el noveno) Karkovice va a hablar conmigo y me dice, no le vas a dar nada bueno de batear (a Ripken). Si le das base por bolas, mejor. Recuerdo que le tiré un strike y me dio señas diciendo que no. Entonces le di base por bolas. Venía Evans atrás, fue a hablar conmigo otra vez. Recuerdo que Guillén también fue a hablar conmigo y me dice Karkovice, ‘igual, vamos a hacer lo mismo. Si le das base por bolas no importa’. También hubo la base por bolas, miré hacia atrás y vi que tenían a alguien calentando, por si me metía en problemas.
La curva estaba funcionando muy bien ese día. Eso fue lo que a mí me salvó, y la preparación. Ese día yo lancé muchas rectas y la curva, al final, fue lo mejor.
Ponché a Randy Milligan y lo que hice fue que tiré una mirada hacia el cielo: ‘Gracias, Dios mío, por esto’. Y a la vez siento a todo el mundo encima de mí, abrazándome, celebrando y rodo, pero a mí en ese momento lo que me vino a la mente fue, ‘Dios, te llevaste a mi hijo, pero me diste este regalo a cambio, tirar este juego’.
Tengo guardada la pelota del no hit no run, los zapatos y el guante, y al lado tengo los zapatos y el guante que usé con los Dodgers, cuando me retiré. También tengo una de las entradas que le dieron a Daihanna para el juego, que está al lado de la pelota. Y también tengo una foto que me dieron del último lanzamiento del juego.
El uniforme se lo llevaron a Cooperstown, junto con la gorra y una pelota que me dieron para que la firmara.
Lo primero que pienso al recordar ese juego es: cómo pasa el tiempo, hermano. Se pone uno viejo rápido. Me trae alegrías, satisfacciones, metas que uno quiso desde muchacho, que desde niño pensó hacer y uno las logró. Tengo una familia buena. Puedo ayudar a mis padres a estar bien. Mejor no puedo estar. Todos los días tengo un gran agradecimiento a Dios por permitirme ser alguien en la vida”.
“Nadie esperaba que eso sucediera”
Oswaldo Guillén, actual mánager de los Medias Blancas de Chicago, fue testigo de lujo de la hazaña de Wilson Álvarez hace 20 años.
Alineado como campocorto, y noveno bate, el mirandino contribuyó con el zuliano al apoyarlo con dos hits en tres turnos, con un doble, un boleto y par de anotadas.
“Un recuerdo, además del no hitter, fue que Charlie Hough dijo, ‘tengo un gran presentimiento. Algo bueno va a pasar’”, rememoró Guillén a PANORAMA, a través del departamento de prensa de los patiblancos.
“Eso lo dijo en el autobús. ‘Tengo un buen presentimiento hoy, algo bueno va a suceder en el juego y estoy ansioso por verlo’”, añadió. “Además de eso, ese día es el cumpleaños de mi hermana, el 11 de agosto, por eso nunca lo olvidaré”.
Fue el primero de muchos juegos juntos en Chicago entre Álvarez y Guillén, quien quedó gratamente impresionado con el talento del entonces novato, de 21 años.
“No podía creer que ese muchacho tan joven hubiese lanzado tan bien a ese nivel”, afirmó.
“Ningún otro venezolano había hecho algo así y eso lo hacía aún más especial”, enfatizó el único estratega latino en ganar una Serie Mundial. “Creo que nadie esperaba que eso sucediera, y cuando sucedió todo el mundo estaba en shock, porque nadie sabía que Wilson tenía tan buen repertorio”.
Y 20 años después, el recuerdo de Wilson sigue presente en Chicago.
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